jueves, 12 de enero de 2012

La luminosa belleza del canto


Abbaye de Downside (Inglaterra)
http://www.flickr.com/photos/bathintime/3108381886/

La gente abarrota los monasterios, ve a los monjes, se queda para el canto de las Vísperas... ¿Cómo pueden descubrir que esta «nada» que hacen los monjes es la revelación de Dios? ¿Por qué no piensan, por el contrario, que los monjes no son más que unos vagos, unas personas sin ambición, incluso unos fracasados que no son competitivos en la lucha diaria de la vida por ganarse el pan? ¿Cómo pueden vislumbrar que es Dios el que está en el centro de sus vidas? Sospecho que lo hacen cuando escuchan su canto. La autoridad que está detrás de esa interpelación que siente la gente se encuentra en la belleza de la alabanza que ustedes elevan a Dios. Unas vidas que no tienen ningún propósito especial son para los demás un rompecabezas y un interrogante. «¿Por qué están ahí esos monjes y qué fin tienen sus vidas? ¿Cuál es su propósito?». Lo que pone de manifiesto la razón por la que ustedes están ahí es la belleza de la alabanza de Dios. Tengo que confesar que yo no era muy religioso cuando era un joven estudiante en la abadía de Downside. Fumaba detrás de las aulas y me escapaba por la noche a los bares. Casi fui expulsado de la escuela por leer durante la bendición un conocido libro de mala fama, El amante de Lady Chatterley. Si algo me mantuvo anclado en mi fe, no fue otra cosa que la belleza que descubrí allí: la belleza del Oficio cantado, la luminosidad del amanecer en la abadía, el resplandor del silencio. Era la belleza que ya no me dejaría escapar.
            Seguramente no es casual que el gran teólogo de la belleza, Hans Urs von Balthasar, recibiera su primera educación en Engelberg, un colegio benedictino famoso por su tradición musical.  Balthasar habla de la «auto-manifestación» de la belleza, de su «intrínseca autoridad». No se pueden poner en duda las interpelaciones que la belleza nos hace, ni tampoco descartarlas. Y aquí radica, probablemente, la forma más importante de autoridad que Dios puede tener en nuestra época, en la que el arte se ha transformado en un tipo de religión. Poca gente va a misa los domingos, pero millones van a conciertos, galerías de arte o museos. En el arte podemos vislumbrar la gloria de la belleza de la sabiduría de Dios, que danzó en el momento en que creó el mundo, que fue creado «más bello que el sol» (Sab 7). En los LXX, cuando Dios hizo el mundo, vio que era bello. La bondad nos congrega bajo la forma de lo bello. Cuando la gente escucha la belleza del canto, entonces puede verdaderamente adivinar por qué los monjes están ahí y cuál es el centro secreto de sus vidas: la alabanza de la gloria. Era costumbre de Dom Basil que, cuando hablaba de los más profundos deseos de su corazón, lo hacía en términos de belleza: «¡Qué experiencia tan maravillosa sería si pudiera conocer aquello que, entre las cosas más bellas, fuese lo más hermoso...! Ésta sería la experiencia más elevada de todas las experiencias de alegría y de plenitud total. Yo llamo Dios a la más bella de todas las cosas»
            Y si sucede, como Santo Tomás de Aquino pensaba, que la belleza es verdaderamente la revelación del bien y la verdad, entonces forma parte de la vocación de la Iglesia ser lugar de revelación de la verdadera belleza. Una gran parte de la música moderna, incluida la que se escucha en las iglesias, es tan trivial que es una parodia de la belleza. Ese mal gusto ha sido descrito como la «pornografía de lo insignificante». Quizá lo sea porque hemos caído en la trampa de ver la belleza en términos utilitarios, en lo que es útil para entretener a la gente, en lugar de ver que lo que es verdaderamente bello revela el bien.

Fr. Timothy Radcliffe: “El trono de Dios. El papel de los monasterios en el Nuevo Milenio” (2000): En Una vida contemplativa, San Esteban, Salamanca 2001, 45-67:








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