Hugo van der Goes (ca.1438 -1482), considerado «el más grande pintor» en su tiempo, es la última cumbre de la cordillera que viene desde los Van Eick, Van der Weiden, Bouts, Petrus Cristus, y termina con él y su contemporáneo Memling. Forma parte de la escuela flamenca, en la que la pintura alcanza una perfección que en cierto sentido no se ha vuelto a igualar.
Gran parte de la vida de Hugo está sumida en el misterio, que también envuelve la obra. Muy pocos de sus grandes cuadros le están atribuidos con certeza, pero bastan por su calidad para justificar el prestigio de que gozó en su tiempo.
Poco antes de morir se recuperó de una enfermedad mental, tan grave que le tuvo anulado un año.
Hace relativamente poco tiempo se ha descubierto un manuscrito del convento en que pasó sus últimos años, en el cual se describen con detalle su enfermedad, las interpretaciones a que dio lugar y la curiosa terapéutica con que creyeron haberle curado.
Bruselas 1481. Un grupo de monjes sudorosos y asustados sujetan al pobre loco que forcejea con ellos y que suplica entre gritos y gemidos que lo maten o le dejen que lo haga él mismo, pues está condenado sin remedio al fuego eterno. Parece «frenesis magna» o «posesión por el Mal Espíritu». Sombría alternativa.
El padre Tomás Wyssem, prior del convento de Rouge-Cloitre, que acaba de abandonarlo para acudir presuroso a Bruselas en auxilio del demente, da orden de comenzar el tratamiento. ¿Inyección? Tardarán tres siglos en inventarse. ¿Lavativas? Aún no están en boga. ¿Sangría, bebedizo? No; el más apacible de los tratamientos: que se interprete música en su presencia.
La enfermedad del hermano Hugo (Van der Goes ingresó en el convento como novicio cinco años antes) tiene apariencia similar a la del rey Saúl, y, por tanto, es de esperar que se alivie con la música, tal como a Saúl le ocurrió con el arpa de David.
El sacro y regio precedente, junto a la aparente eficacia en la primera noche (pues Van der Goes, rendido, acaba tranquilizándose), justifica que se insista en el tratamiento, y durante el año de la enfermedad cuida el afable prior de que ni un solo día falte la sesión de «meloterapia». Hoy se llama así, pues la psiquiatría contemporánea ha resucitado esta vieja terapéutica (con modificaciones, por supuesto), que tiene al menos la ventaja de ser inofensiva.
Sea por el antecedente bíblico, o por el inmemorial mito de que la «música amansa las fieras», durante siglos y en las más diversas culturas se ha venido intentando esta curación melódica, especialmente en locos agitados o en quienes sufrían de «melancolía». Nuestros primeros Borbones lo muestran. No es nada fácil enjuiciar la eficacia de un tratamiento en esta última enfermedad, precisamente la que Hugo padecía, pues tiene remisiones espontáneas, a veces tan repentinas como puede ser su comienzo. Los buenos frailes quedaron convencidos de haberle curado con el diario concierto, reiterado hasta su reposición, y el tratamiento conservó prestigio. En el libro de Ficino, De vita triplici, se señalan con precisión la dieta y la música que deben usarse.
No podían saber los frailes que un año suele ser el tiempo que tarda en curar espontáneamente una fase depresiva a la edad que tenía Hugo.
¿Por qué mostró el padre Tomás tan inusitado celo en cuidar a uno de sus novicios? De que el trato no era igual con todos queda fiel testimonio en las envidias y críticas de alguno de los compañeros, que están reproducidas en la misma crónica que nos relata las vicisitudes de la enfermedad.
Hugo van der Goes no era novicio común. De vocación tardía, entró en el convento en 1476, como hermano lego, cuando tenía cerca de cuarenta años y una gran fama que aumentó con su encierro.
De antes de este año tenemos pocas noticias suyas. Se desconocen el lugar y fecha exacta de su nacimiento, pero sean estos cuales fueren (dentro de los límites en que se calcula), eligió mal el momento de nacer. Su tierra pasaba por una etapa de baja en el mercado de la pintura.
(Locos egregios. J. Antonio Vallejo Nájera. Planeta Agostini. Memorias de la historia. Barcelona, 1996, pp. 33-35).
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