Marc Chagall. Ángel azul. |
Chateaubriand[1] se
maravillaba al ver cómo se ha hallado un medio seguro de producir en un
mismo instante, merced a un golpe de
martillo, un mismo sentimiento en mil corazones diferentes, obligando a los
vientos y a las nubes a hacerse intérpretes de los pensamientos humanos.
Considerada luego como armonía, la campana es de esa belleza de primera clase
que los artistas denominan lo grande. El fragor del trueno es sublime, y lo es
tan sólo por su majestad; lo mismo acontece respecto del estrépito de los
vientos, de los mares, de los volcanes, de las cataratas y de la voz de todo un
pueblo
[...]
Aún despierta sentimientos más dulces el sonido de las campanas. Cuando en el tiempo de siega, y al rayar el alba, se oye con el canto de la alondra el grato repique de las campanas de nuestras aldeas nos parece que el ángel de las mieses, para despertar a los trabajadores, suspira en algún instrumento hebreo la historia de Séfora o de Noemí. Tanto esa campana, agitada por los fantasmas en la antigua capilla de la selva, como la que para alejar la tempestad echa a vuelo en nuestros campos un religioso temor, y la que por la noche se tañe en algunos puertos de mar para dirigir al piloto a través de los escollos, tienen en sus confusos rumores sus encantos y maravillas. En una sociedad bien dirigida, el toque de rebato excita la piedad y el terror y despierta de esta manera las dos fuentes de las grandes emociones trágicas.
[...]
Aún despierta sentimientos más dulces el sonido de las campanas. Cuando en el tiempo de siega, y al rayar el alba, se oye con el canto de la alondra el grato repique de las campanas de nuestras aldeas nos parece que el ángel de las mieses, para despertar a los trabajadores, suspira en algún instrumento hebreo la historia de Séfora o de Noemí. Tanto esa campana, agitada por los fantasmas en la antigua capilla de la selva, como la que para alejar la tempestad echa a vuelo en nuestros campos un religioso temor, y la que por la noche se tañe en algunos puertos de mar para dirigir al piloto a través de los escollos, tienen en sus confusos rumores sus encantos y maravillas. En una sociedad bien dirigida, el toque de rebato excita la piedad y el terror y despierta de esta manera las dos fuentes de las grandes emociones trágicas.
Y nuestra escritora Emilia Pardo Bazán[2]
lo expresaba con toda una gama musical en uno de sus relatos, donde se llenaban y acentuaban la soledad ruidos
extraños, cadencias amortiguadas,
suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás
susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de
aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles
del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que
reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire
tranquilo, con fúnebre solemnidad de
hondo canto gregoriano, y,
transmitidas de eco en eco, estrofas de
cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los
lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante,
acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente
difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía
aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos.
Marc Chagall. Enchantement vesperal. |
Este luminoso concierto
nocturno descrito por E. Pardo Bazán, el
sonido de la campana de Chateaubriand
que despierta las dos fuentes
de las grandes emociones trágicas aparecen bellamente descritos por el
mágico torero Joselito[3],
cuando define el mundo de la creación artística como el recinto mágico de la soledad,
que ha sido básica en mí.
Difícil, pero necesaria. He necesitado de ella, del espacio que te da, de la
libertad que te trae, de los soliloquios que propicia. Mi vida ha estado llena
de soledades. Cierto; es en la soledad
donde el ser humano se enfrenta a su realidad, donde las cosas y
acontecimientos adquieren su verdadera dimensión. Sé lo que sentido, lo que
he sido capaz de transmitir; el claroscuro también me ha acompañado. He vivido
la ilusión más desbordante y la pesadumbre más insospechada. He compartido mi
vitalidad y mi tristeza, por igual. La
emoción, la pureza, también nace del sufrimiento que uno acumula. O sobre todo
ahí. Da igual que hablemos de toros o
de poemas. He tenido la suerte, en ocasiones, de estar muy desanimado,
derrumbado, hundido. Pero aceptaba que en mi forma de entender el arte estaba
ese desequilibrio que en ocasiones me
abrasaba. A mí me movía ese misterio del ánimo.
Abunda ese sufrimiento que puede abrasar en el Libro de las Moradas de Santa Teresa de Jesús[4], donde este dolor sabroso y no es dolor no está en un ser; aunque a
veces dura gran rato, otras de presto se acaba, como quiere comunicarle el
Señor, que no es cosa que se puede procurar por ninguna vía humana. Mas aunque
está algunas veces rato, quítase y
torna; en fin, nunca está estante, y
por eso no acaba de abrasar el alma,
sino ya que se va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a
padecer aquel dolor amoroso que le causa.
[1] François-René, vizconde de Chateaubriand
(Saint-Malo,
Bretaña,
4 de
septiembre de 1768 - París, 4 de julio de 1848), diplomático,
político
y escritor
francés
considerado el fundador del romanticismo en la literatura
francesa.
[2] Emilia Pardo Bazán (La Coruña,
16 de
septiembre de 1851 - Madrid, 12 de mayo de 1921) escritora
considerada como la introductora del naturalismo
en España.
La cita pertenece
a la edición digital a partir de la de «Blanco y Negro», núm. 267, 1903 y cotejada
con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza,
Conde de Fenosa, 1990, T. III, pp. 331-333).
[3] José Miguel Arroyo Delgado, Madrid, 1 de mayo de
1969.
[4] Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa
Teresa de Jesús, nació en Gotarrendura (Ávila) el 28 de marzo
de 1515,
y murió en Alba de
Tormes el 4 de octubre de 1582).
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