miércoles, 30 de noviembre de 2011

In die illa stillabunt montes dulcedinem


Marc Chagall. Ángel azul. 

           
 Chateaubriand[1] se maravillaba al ver cómo se ha hallado un medio seguro de producir en un mismo instante, merced a un golpe de martillo, un mismo sentimiento en mil corazones diferentes, obligando a los vientos y a las nubes a hacerse intérpretes de los pensamientos humanos. Considerada luego como armonía, la campana es de esa belleza de primera clase que los artistas denominan lo grande. El fragor del trueno es sublime, y lo es tan sólo por su majestad; lo mismo acontece respecto del estrépito de los vientos, de los mares, de los volcanes, de las cataratas y de la voz de todo un pueblo
[...]
            Aún despierta sentimientos más dulces el sonido de las campanas. Cuando en el tiempo de siega, y al rayar el alba, se oye con el canto de la alondra el grato repique de las campanas de nuestras aldeas nos parece que el ángel de las mieses, para despertar a los trabajadores, suspira en algún instrumento hebreo la historia de Séfora o de Noemí. Tanto esa campana, agitada por los fantasmas en la antigua capilla de la selva, como la que para alejar la tempestad echa a vuelo en nuestros campos un religioso temor, y la que por la noche se tañe en algunos puertos de mar para dirigir al piloto a través de los escollos, tienen en sus confusos rumores sus encantos y maravillas. En una sociedad bien dirigida, el toque de rebato excita la piedad y el terror y despierta de esta manera las dos fuentes de las grandes emociones trágicas.
            Y nuestra escritora Emilia Pardo Bazán[2] lo expresaba con toda una gama musical en uno de sus relatos, donde se llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos.
Marc Chagall. Enchantement vesperal.
Este luminoso concierto nocturno descrito por E. Pardo  Bazán, el sonido de la campana de Chateaubriand que despierta las dos fuentes de las grandes emociones trágicas aparecen bellamente descritos por el mágico torero Joselito[3], cuando define el mundo de la creación artística como el recinto mágico de la soledad, que ha sido básica en mí. Difícil, pero necesaria. He necesitado de ella, del espacio que te da, de la libertad que te trae, de los soliloquios que propicia. Mi vida ha estado llena de soledades. Cierto; es en la soledad donde el ser humano se enfrenta a su realidad, donde las cosas y acontecimientos adquieren su verdadera dimensión. Sé lo que sentido, lo que he sido capaz de transmitir; el claroscuro también me ha acompañado. He vivido la ilusión más desbordante y la pesadumbre más insospechada. He compartido mi vitalidad y mi tristeza, por igual. La emoción, la pureza, también nace del sufrimiento que uno acumula. O sobre todo ahí. Da igual que hablemos de toros o de poemas. He tenido la suerte, en ocasiones, de estar muy desanimado, derrumbado, hundido. Pero aceptaba que en mi forma de entender el arte estaba ese desequilibrio que en ocasiones me abrasaba. A mí me movía ese misterio del ánimo.
            Abunda ese sufrimiento que puede abrasar en el Libro de las Moradas de Santa Teresa de Jesús[4],  donde este dolor sabroso ­y no es dolor­ no está en un ser; aunque a veces dura gran rato, otras de presto se acaba, como quiere comunicarle el Señor, que no es cosa que se puede procurar por ninguna vía humana. Mas aunque está algunas veces rato, quítase y torna; en fin, nunca está estante,  y por eso no acaba de abrasar el alma, sino ya que se va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel dolor amoroso que le causa.
           


[1] François-René, vizconde de Chateaubriand (Saint-Malo, Bretaña, 4 de septiembre de 1768 - París, 4 de julio de 1848), diplomático, político y escritor francés considerado el fundador del romanticismo en la literatura francesa.
[2] Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851 - Madrid, 12 de mayo de 1921) escritora considerada como la introductora del naturalismo en España. La cita pertenece a la edición digital a partir de la de «Blanco y Negro», núm. 267, 1903 y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. III, pp. 331-333). 
[3] José Miguel Arroyo Delgado, Madrid, 1 de mayo de 1969.
[4] Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús,  nació en Gotarrendura (Ávila) el 28 de marzo de 1515, y murió en  Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582).

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